Verla llorar.

Verla llorar debe ser comparable a contemplar una estrella fugaz y pedir siempre el mismo deseo: que deje de hacerlo.
Se le nota en la mirada que sus párpados tienen mucho más peso que soportar aparte del de sus pestañas. Pero está preciosa incluso estando triste.
Al igual que un juguete roto no se arregla por mucho que dejes de jugar con él, lo mismo pasa con su corazón. Está tan hecho ruinas que hasta convertido en polvo se lo lleva el viento. Lo que no sabe es que, incluso estando en el aire, deja sin respiración. Tiene esa manera especial de colarse en los pulmones de cualquiera y hacerlo perder el equilibrio por cambiarse de acera y cruzarse con ella intentando forzar un mínimo roce de piel. Eso por no hablar de las lágrimas secas que todo el mundo sabe que tiene tatuadas en las mejillas y que intenta camuflar con una sonrisa. Joder, mírala... parece hasta fuerte. Parece hasta nueva.
Le queda bien cualquier cosa, hasta esas orejas color púrpura. Le queda bien hasta la tristeza; y es una lástima porque debe ser increíble verla feliz. Y luego está él, que fantasea con invitarla a bailar y que ella le diga que no sabe y que él la suba sobre sus pies y mucho más. Pero no la invita porque duda de si le quedará bien la sonrisa que ha creado para ella y la ve tan frágil que no sabe si aguantará su intento de reparación o acabará con ella. Y eso no, no es lo que quiere. Y la tristeza sigue ocupando el lado derecho de una cama y el lado izquierdo de la otra. Les sigue besando en la nuca provocando un escalofrío. Y qué bonito sería que a la próxima sean ellos quienes se besen o quienes se provoquen escalofríos. O quienes reparen sonrisas y se pisen al bailar. Pero él no se atreve y ella no deja de llover. Y es una pena. Si él supiera lo que ella piensa...

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