París: la ciudad del amor convertida en la del odio.

(A veces, para mirar de frente a los problemas, necesitamos descansar la vista primero unos segundos).
Abrázame fuerte, que me da miedo el mundo. Dime que me quieres, aunque sea mentira, da igual. Prométeme que saldremos de ésta, vivos. Hoy es domingo y he vuelto a llorar.
Dame la mano, apriétamela. Necesito saber qué se siente cuando tienes a alguien en quien confiar. El cielo se ha teñido del color de la muerte. Me tiemblan las piernas y al cerrar los ojos sólo veo la masacre de las imágenes que se han grabado en mi mente. Necesito olvidar. No pensar.
La soledad se está fumando un cigarro que está a punto de prender fuego a la casa. El silencio ahoga tanto que me mata. El consejo del médico vuelve a resonar como un constante eco: "Deberías creer en algo". Que alguien me explique cómo ser capaz, después de tanto. Joder.
Llaman a la puerta. Es la ansiedad. Viene acompañada de la impotencia de no poder hacer nada para cambiar. Y justo al abrir, se me cae el mundo de las manos. Se rompe, se hace pedazos, como si fuese de cristal. Quizá pueda recogerlo trozo a trozo y pegarlo; pero es evidente que ya nunca quedará igual.
Suspiro y escribo. Me huelen los dedos a tierra mojada, como el efecto que tienen sobre las tumbas todas las lágrimas. Se avecina un derrumbamiento que nadie puede parar.
No sé qué me duele más, si la indiferencia o la hipócrita preocupación. Estoy mareada de dar vueltas a la cabeza, pero no paran de hablar de guerra en todos los medios de comunicación. Vamos a escondernos debajo de las sábanas como si fuese un lugar seguro y a leernos cuentos como si todo fuese mucho mejor en el mundo.

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